domingo, 14 de junio de 2009

El JESÚS DE SARAMAGO

Por JOSÉ MORALES MANCHEGO


La literatura universal nos depara obras de mucho vigor sobre la vida de Jesús. Ta­les elaboraciones, pertenecientes al género novelístico, tienen la virtud de ayudarnos a descifrar enigmas, develar misterios, fijar el recuerdo de un Jesús más real y más hu­mano, y llevarnos, en alas de la libertad, a entrever derroteros que alimentan los en­sueños sobre el porvenir. Un ejemplo de esas obras es la del Premio Nobel de Literatura 1998, José Saramago, titulada El Evangelio Según Jesucristo (Edi­torial Alfaguara. Madrid, 1998), en la cual encontramos la vida y obra de un Jesús realmente divino y humano, hijo de Dios y del carpintero, elevada dualidad de la carne y el espíritu, capaz de realizar prodigios y degustar al mismo tiempo todo aquello que los hombres comunes y corrientes estamos acostumbrados a disfrutar. El Jesús de Sa­ramago no desdeñaba participar en una boda y tomar vino, como lo hizo en Caná de Galilea. En aquella ocasión, cuando Jesús vio que se había acabado el licor espirituo­so, ordenó a los servidores: "Llenad de agua esas cántaras". Eran seis tinajas de barro. Los servidores las llenaron hasta desbor­dar. "Entonces Jesús vertió en cada una de las cántaras una parte del vino que queda­ba en su copa y dijo: 'Llevádselas al mayor­domo' "(p. 398). Ya el vino estaba listo. Je­sús vivió en una libertad inmarcesible ac­tuando siempre como ser ingenioso, entu­siasta y creativo, pero justo, recto y lleno de virtudes. En contraste con aquellos que proclaman el cuerpo como fuente de peca­do y obstáculo para la realización espiritu­al, Jesús lo disfrutó como medio de vivenciar la divinidad.

El hijo de María y José -señor de la garlopa, el martillo y los clavos-"nace como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hi­cieron llorar y llorará siempre por ese solo y único motivo" (p. 91). En el transcurso de su vida, ese mismo Jesús, gatea, siente hambre, come, bebe, va a la escuela, crece, trabaja, se enferma y, como cualquier hom­bre normal se extasió con la mujer en la danza sagrada del amor. Dicho con pala­bras de Saramago: "conoció el amor de la carne y en él se reconoció hombre" (p. 335). En ese sentido el autor describe los acerca­mientos de Jesús de Nazaret con María Magdalena. Sin embargo, de la osadía imagi­naria de José Saramago no hay que sacar interpretaciones triviales y vulgares. Si la voluptuosa María Magdalena, de ramera y pecadora se convirtió en la dama apasiona­da y adoradora de Jesús, esa transforma­ción, en los análisis iniciáticos, representa la renovación moral de la mujer. De esa manera, tales análisis desmenuzan la leyen­da y ven a María Magdalena como la Inicia­da del corazón". Pero lo más importante, al margen de todo lo que se ha pensado y se quiera pensar, es señalar que ese mismo Jesús, que actúa como hombre, se eleva hasta los estrados mas altos de la perfec­ción, en medio de un mundo convulsiona­do, corrompido, y poblado de ladrones, tor­turadores, crucificadores y acuchilladores de niños inocentes. En ese mundo de injus­ticias el hombre de Galilea expresó opinio­nes subversivas, relativizó la ley y estigmatizó la hipocrecía religiosa de su época. Esas son las ver­daderas causas de su muer­te. Pero hay que resaltar que el Jesús de Saramago, en su lucha, enarbolaba siempre la bandera de la paz. Cuan­do Simón le pregunta: "Vas a las montañas a luchar junto a los bandi­dos, sí vas, vamos contigo". Jesús le con­testa: "Iréis conmigo, pero no a las mon­tañas, lo que importa no es vencer a César por las armas, sino hacer triunfar a Dios por la palabra"(pp. 454-455). El Jesús de Saramago es tan humano, tan sencillo, tan familiar, tan cercano a noso­tros, que su naturalidad nos hace percibir, de una manera más real, todo lo trascen­dente que la conciencia universal nos ha legado sobre ese maravilloso ser, que no só­lo vino al mundo a realizar prodigios, desa­fiando las leyes naturales, sino a poner orden en la caótica sociedad en la que le tocó vivir. Jesús fue puliendo el diamante en bruto, que todos metafóricamente repre­sentamos, hasta reproducir la perfección divina en la perfección de su alma. Por eso vemos cómo su conciencia mesiánica y profética se fue despertando en el fragor de la lucha diaria, en contacto con la miseria y el dolor del mundo que lo rodeaba. La inten­ción de Jesús fue plasmar el orden divino en el desorden social. El libro nos lleva a pensar en la esencia de la doctrina cristi­ana en medio del disgusto de quienes han dislocado el verdadero sentido del Cristianis­mo.

Jesús es uno de esos hombres ejemplares que, a fuerza de trabajar sobre su propio templo espiritual, logró alcanzar la resplan­deciente cristalización de la luz interior e irradiarla sobre los demás. Nosotros, al igual que el hijo del carpintero, disponemos de los materiales y las herramientas para construir un templo de virtudes sobre nues­tra propia existencia, donde encuentren albergue las buenas costumbres, la dignidad y el espíritu de lucha contra la injusticia y la corrupción. En otras palabras: la semilla de la hombría de bien, late en el alma de todo ser humano. La clave está en saberla cultivar, y los primeros en ponerla a germi­nar deberían ser aquellos que están encara­mados en las estructuras de poder, porque ¿de qué valen los dogmas de una religión o las leyes de un país o de un imperio, si el mal ejemplo proviene de quienes poseen al­guna investidura?

Finalmente hay que decir que El Evangelio Según Jesucristo es un libro lleno de sorpre­sas sobre la vida del Maestro Jesús, escrito sin mistificaciones. El libro fue concebido siguiendo las huellas de los evangelios. Eso sí, ampliando el registro bíblico con una decoración histórica y abriendo cauce al li­bre juego de la imaginación para vivificar el espíritu. Indudablemente esta versión tiene que ser diferente a la de los cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Así se perci­be desde la primera página hasta la última, cuando el atormentado redentor, a la hora de su muerte, entendiendo la lógica de su destino, clamó al cielo: "Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo» (pp. 153-154).