Por JOSÉ MORALES MANCHEGO
En tiempos no muy lejanos, en las feraces tierras del viejo Estado de Bolívar, manadas de micos podían viajar de una región a otra sin pisar el suelo. Lo hacían saltando y brincando de rama en rama, y sobre el copete de los árboles. El follaje era tan rico en ese entonces, que nuestro pequeño mundo parecía una casa verde.
En esa época, por encima de los hombres, se erguían las palmeras y los cocoteros; se alzaban imponentes las ceibas, los bongos, los campanos, y se empinaban las guaduas y los tupidos robles. El maravilloso y exuberante bosque, matizado por las flores y la coloración de los frutos, inspiró leyendas y canciones, que brotaban en medio de las copiosas lluvias o del sol canicular. Hoy, por el contrario, los campos están semidesnudos y las tierras avanzan en el proceso de erosión, vislumbrándose el rostro del desierto en lugares donde parecía ser eterno el verde de la vegetación natural. Lo que ha sucedido en estas tierras, está inscrito en el discurrir de nuestra América, cuyo suelo ostenta la flora más rica del mundo, pero lamentablemente soporta el más acelerado ritmo de la destrucción, con el consiguiente deterioro del régimen pluvial, de los recursos hídricos y, por tanto, de la calidad de vida en general. En estas circunstancias, el compromiso fundamental de todos los seres pensantes es trabajar para recobrar el equilibrio ecológico y evitarle a la humanidad una catastrófica situación. No olvidemos que la emergencia más grande que tiene en peligro al mundo es el problema ecológico, producto de la explotación irracional de los recursos naturales y de la indolencia del gran capital. Por tal razón, los gobiernos sensatos se han visto obligados a desarrollar instrumentos legales para detener el desastre ecológico y trabajar por la restauración ambiental. Así mismo, han incorporado en sus planes de desarrollo, los factores ambientales, y en sus relaciones dialogísticas se escuchan las palabras eco-eficiencia, eco-desarrollo y eco-producción. Sin embargo, se necesita más educación, más información, más denuncia, más compromiso y más acción. La tarea es: sembrar árboles y reimplantar vegetación de tipo natural, proteger la fauna, la flora, no permitir la fumigación con glifosato en los parques naturales, y en general, no contaminar.
Estamos seguros que si todos colaboramos, esta lucha, que hoy parece de quijotes, en el futuro cristalizará, para que algún día la humanidad pueda volver a encontrarse con las manadas de micos, que nuevamente podrán viajar de una región a otra sin pisar tierra, en medio de la belleza de las flores, del colorido de los frutos y de la fraternidad universal.
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