miércoles, 9 de enero de 2019

De las recetas del génesis hacia una nueva familia




William Salgado Escaf, filósofo evolucionista y estudioso de la obra de Federico Nietzsche,  nació en San Marcos, Sucre, fascinante región del Caribe colombiano donde la magia de sus paisajes alcanza manifestaciones extraordinarias, que estimulan el libre juego de la imaginación.  A los dos años de edad sus padres se trasladaron a Montería en el departamento de Córdoba, donde el niño empezó sus estudios en el Colegio Paraíso Infantil. Más tarde ingresó al Liceo Montería, de donde lo expulsaron por usar el cabello largo, lo cual era considerado entonces como conducta extravagante y anormal.  Con entusiasmo y orgullo se desempeñó como monaguillo en la Catedral de Montería. Allí ejercía el ministerio del altar y leía desde el púlpito el sermón dominical.   Al terminar la misa, en las afueras de la sede episcopal, el pequeño clérigo montaba su negocio de alquilar “Paquitos”, revistas de dibujos animados con las cuales sus contemporáneos le fueron encontrando el gusto a la lectura. En 1975, luego de graduarse como Bachiller del Colegio Biffi de Barranquilla, y hallándose envuelto en las incertidumbres de su vocación, entró a la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín a estudiar Arquitectura. En el primero y segundo semestre le fue bien, pero en el tercero  sacó cero en todas las materias, al descuidarlas por completo para dedicarse a estudiar los Diálogos de Platón. En 1976 decide matricularse en la Universidad de los Andes, en Bogotá, donde culmina su formación como filósofo.
El proyecto de su libro partió de la autoridad vertical de su progenitor cuando éste lo despidió de su casa por no acatar las reglas del hogar. El mozalbete soñador se fue entonces de la casa, con la admonición de su padre quien le había dicho: “En esta casa se hace lo que yo diga… Si te quieres ir, bien puedes hacerlo porque no pienso detenerte… Siempre serás bienvenido en esta casa… pero si algún día tienes hambre y no encuentras que comer, frío y no tienes nada que te abrigue, sueño y no encuentras un lecho donde dormir, entonces aquí no vuelvas porque no serás bienvenido, y no te aceptaré”.  William vio cómo su padre, con esa actitud, pulverizaba la parábola del hijo pródigo.   Por tanto comprendió que la Biblia podía leerse de otra manera y empezó el viaje de 40 años en los que iba develando los secretos de la hermenéutica y la exégesis de los libros sagrados con la antorcha de Nietzsche y de Darwin para llegar a puerto seguro y entregarnos su obra: La mentira de los primogénitos, fundamento de la religión judeo-cristiana, un libro que sin declamaciones políticas ni predicaciones religiosas busca remover los cimientos de una estratagema  que terminó por debilitar la institución de la familia y diluir su  patrimonio. 
El ameno escritor  encontró en la Biblia tres partes y tres morales distintas para tres economías diferentes, elaboradas con el fin de responder a la pregunta: ¿Quién debe ser el elegido? Su planteamiento central gira en torno a que la Biblia no fue  hecha para hablar de dioses, sino para argumentar sobre el tema: ¿A quién le dejo mi herencia? Es decir, lo que he construido en mi tránsito por la Tierra.  De esa manera, en la Biblia  encontramos tres  respuestas diferentes:
La primera respuesta está en el Génesis, libro de esencia evolucionista que promueve la abundancia y la solidez de la familia, con base en la selección del más “adecuado” de los descendientes con el fin de preservar el núcleo familiar y acrecentar el patrimonio por infinitas generaciones.
La segunda respuesta la encontramos en: Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, libros en los cuales una casta sacerdotal, la de los levitas, se idea la farsa de los primogénitos para desvirtuar el Génesis y erigir al “primonato” como el mejor de cada familia y único heredero por encima del más “adecuado”.  
La tercera respuesta corresponde al Nuevo Testamento, donde se plantea romper la unidad de la familia y diluir la autoridad del padre, mediante una nueva mentira para hacer creer que todos los hijos son iguales y por tal razón la herencia debe repartirse por igual. Este proyecto culmina, como es obvio, con la dispersión de la familia y la destrucción del patrimonio familiar.
La mentira de los primogénitos es un libro de fuegos y esplendores.
Los esplendores del libro se manifiestan en la manera de presentar los temas y entregarnos las ideas envueltas en la estética de una prosa sencilla, con expresiones fáciles de entender.  De esa manera los manjares son exquisitos, porque el autor, un apasionado de la cocina, despliega a lo largo del texto, su juego del lenguaje relacionado con la bromatología.
El fuego y la llama ardiente del libro están en que el autor elabora un marco teórico para retar a los textos de la Biblia y demostrar cómo debajo de la letra y la alegoría se oculta otra realidad.
El autor del libro, La mentira de los primogénitos, es un filósofo sin límites ni cortapisas. En otros tiempos hubiera sido considerado un hereje, y al salvarse de los rigores de la intolerancia, por lo menos estaría registrado como habitante del séptimo círculo del infierno de Dante, donde en medio de la hirviente arena y la lluvia de fuego, gravitan los blasfemos y los que procedieron contra Dios.
Finalmente es importante decir: Si hoy la familia es un árbol “hendido por el rayo y en su mitad podrido”, el libro de William pone a desfilar a los responsables delante del trono de la impostura, para lanzar una nueva utopía donde “Reverdece la primavera”, como dijera Antonio Machado en su poema “A un olmo seco”.
La Mentira de los primogénitos es un libro de grandes intensidades y buen estilo, bebible a grandes sorbos como agua pura y refrescante, para llevarnos a reflexionar sobre la necesidad de inventar “una Nueva Familia con nuevas responsabilidades económicas y nuevos compromisos morales, una familia en la cual se pueda seleccionar, elegir y celebrar el sacrificio del “más adecuado”, del más amado de los descendientes alrededor de una linda cena, en honor a nosotros mismos, a nuestros ancestros y a nuestra esperanza, todos juntos, a conciencia y con alegría y, de esa forma, restablecer las jerarquías, recuperar los recuerdos y el agradecimiento, superar los celos, las ausencias, las envidias y, de pronto, con un poco de suerte y mucha voluntad humana, hasta los dioses nos quitaremos de encima”.
José Morales Manchego
(Prólogo al libro de William Salgado Escaf: La mentira de los primogénitos, fundamento de la religión judeo-cristiana. Editorial SantaBárbara. Barranquilla 2018).

martes, 8 de enero de 2019

Novela e Historia





Este trabajo se propone establecer algunas semejanzas y diferencias entre la novela y la Historia. Desde luego, no se pretende agotar el tema en forma sistemática ni con pretensiones científicas.  El asunto gira alrededor de dos puntos fundamentales que marcan la clave de las divergencias y las posibles convergencias entre los mencionados géneros. Estos puntos son: la relación sujeto-objeto, y el problema de la narración.
En lo que respecta a la relación sujeto-objeto, es evidente que tanto la novela como la historia, parten de una realidad determinada; sin embargo, el problema de la creatividad se resuelve es en el campo de la imaginación. Allí se encuentra la diferencia más profunda entre la novela y la historia. El novelista es más libre, en cuanto al uso de la imaginación, que el historiador.  De ahí que el tiempo novelesco, como artificio para crear efectos sicológicos, sea diferente, puesto que en él está el juego inagotable de la imaginación.  Y algunos maestros, como Jorge Luis Borges se aproximan a la intemporalidad. Tal es el caso del “Aleph” donde todo sucede simultáneamente, o del cuento “Ruinas circulares” donde Jorge Luis Borges hace desaparecer el tiempo.
Por el contrario, el historiador trabaja con un tiempo que la razón científica determinó. Es el tiempo que nos mata. Ese que constituye “el plasma mismo en que se bañan los fenómenos”, según palabras del historiador Marc Bloch.
Pasando a los personajes, observamos cómo estos, en la novela, logran liberarse de su creador hasta alcanzar vida propia. El novelista recrea el personaje y lo deja que sea libre, más real y más humano. El historiador, por su parte juega con su personaje, lo manipula, le quita, hasta donde puede, todo lo humano, y finalmente lo hace insoportable. Dentro de esa lógica, un historiador le pidió a Gabriel García Márquez que vistiera, en su novela El General en su laberinto, al General Simón Bolívar, y otro historiador no podía aceptar que el Libertador durmiera en hamaca.
En la historiografía los personajes son muertos disecados.  El que habla es el historiador. En cambio, los personajes de la novela están vivos.
Para muchos historiadores, El General en su laberinto es una imagen pagana de Bolívar. Pero la verdad sea dicha: esa imagen es más objetiva y más humana que las múltiples imágenes que nos ha ofrecido la historiografía heroica de las grandes personalidades.
La imaginación también está presente en el historiador, desde la escogencia misma del tema, hasta llegar al juicio de valor, que es el punto espinoso de la historia, debido a que su solución depende en parte considerable, de la concepción del mundo que tenga el investigador.
Sin embargo, esa imaginación no puede llevarlo a volar por encima de los hechos para convertir la historia en sierva de determinados intereses, puesto que la verdad es una. Lo plural son los puntos de vista, las apreciaciones.
En el novelista también la libertad abre sus alas desde la escogencia del tema. Olvidando esa libertad del escritor, a García Márquez se le critica por el Bolívar desvencijado de El General en su laberinto, sin tener en cuenta que la escogencia de ese tema y su tratamiento, forman parte de su unidad estética. En ese sentido podemos observar, que las obras de García Márquez muestran la soledad, la decadencia física y el sufrimiento humano, propios del Bolívar que recreó en su novela.
Sobra decir que en esta obra se encuentra una posición política, como puede encontrarse en muchas obras de distintos escritores y artistas en general, tal es el caso del Güernica de Pablo Picasso, obra en la cual la simbolización de la protesta y del dolor humano ante el crimen colectivo, alcanza su máxima expresión artística.  En ese cuadro, el pincel de Picasso logra dar forma a un rico contenido ideológico, que trasciende su espacio y su tiempo.  Por consiguiente, lo que hace intrascendente a una obra de arte, o en nuestro caso a una novela o cualquier obra de la literatura, no es su contenido, sino el tratamiento que se le da al tema, porque la fuerza de la obra depende de la forma de recrear ciertos valores que parecen ser eternos, como el amor, el sentimiento, la angustia, el grito contra la injusticia o la lucha por la libertad.  Esos valores han constituido siempre la temática de las obras de maestras, en las cuales cada frase es una sentencia que compendia na filosofía. En la obra maestra hay una sustancia inherente al género humano, sublimada mediante imágenes y valores estéticos.  Por esta razón, las formas literarias y el lenguaje pueden cambiar, pero sus criaturas permanecen vivas, y esto es lo que nos emociona.
Toda obra de valor estético muestra, en un plano especial y temporal, los sentimientos y los caminos de evolución de la humanidad.  En ese sentido, todas las novelas que tratan esos sentimientos, en forma estética, son novelas históricas y de carácter trascendental. De ahí que en tales obras el lector se encuentra, o encuentra o encuentra a sus amigos o coetáneos, y se reconoce conmovido, o encuentra la dirección de los caminos de la humanidad.
La genialidad del escritor consiste en encontrar esos caminos y recrearlos. Caminos llenos de dolor y de gloria, pero son los caminos de la vida. Allí radica la magia de un Shiller y su obra Guillermo Tell.  El público lo aplaude hoy como el mismo día en que su obra ganó un espacio bajo el sol. La razón está en que Shiller logró que Guillermo Tell fuera identificado por el género humano, como símbolo de la libertad.
Por el contrario, el Bolívar de García Márquez no es el símbolo de la libertad, sino de la frustración.  Pero no olvidemos que la frustración forma parte de los caminos de la humanidad. Otro escritor logrará rescatar artísticamente para la novela, al Bolívar visionario, frenético y capaz de empuñar su espada, y emprender el vuelo de la libertad.
Sintetizando podemos decir que la diferencia sustancial entre la historia y la novela está en la libertad. Más libertad de la imaginación en el novelista. Imaginación restringida en el historiador.
Estas diferencias en cuanto a la libertad están dadas por el método.  Pero no quiere decir que el método de la historia sea más riguroso, puesto que el de la novela también lo es.  La novela exige campos conceptuales, análisis, crítica, rectificaciones, cambio de telones, etc. Más bien podría decirse que el método de la historia es más severo y de menor plasticidad, aunque de facto, las líneas historiográficas dominantes, han servido para construir un mundo de apariencia y de moderación al servicio del statu quo transformador.  Se podría decir, en el mejor sentido de la palabra que toda novela es subversiva, porque expresa una concepción del hombre en la búsqueda de su propio destino, a través de la aventura de la vida.  En el fondo de toda novela palpita una inconformidad, late un deseo.  Por eso los inquisidores españoles prohibieron la publicación y la importación de novelas a las colonias hispanoamericanas, como lo asevera Mario Vargas Llosa en su obra La Verdad de las Mentiras (Seix Barral, Bogotá, 1970. pp. 5-6).
En lo que respecta a la llamada novela histórica, se puede considerar como un híbrido entre la historia acontecimental y la novela. De ahí que este género   se debata entre dos fuegos: el de los críticos literarios y el de los historiadores.  Los primeros critican sobre los valores estéticos y los segundos sobre asuntos relativos al acontecimiento histórico.  Los historiadores reprochan a los autores de novelas históricas, los errores e imprecisiones que han repetido durante largo tiempo los mismos historiadores, puesto que la fuente principal de la novela histórica es el trabajo historiográfico.
Muchas veces, esos errores no perturban la calidad de la obra, como lo manifestó Gabriel García Márquez  al corregir algunos de ellos en su obra El General en su laberinto. Nuestro premio Nobel dijo entonces: “No estoy muy seguro de que deba agradecer estas dos ayudas finales, pues me parece que semejantes disparates habrían puesto unas gotas de humor involuntario –y tal vez deseable- en el horror de este libro”.
En cuanto a la narración, como uno de los puntos de la convergencia de los géneros en discusión, nada más indispensable para el historiador que libar la finura estilística y la sencillez propia de los clásicos de la novela. De esa manera, el historiador, dejando esa frialdad para presentar los hechos y los personajes, podrá mostrar con vigor sus elucubraciones, con la estética de sus propios conceptos básicos, buscando así la vivificación de la historia en su nexo natural y dialéctico con la novela y el arte.
José Morales Manchego
(Revista El Misionero. ISSN 1657-3064. Año 11 No. 40. Barranquilla, marzo de 2002. p. 33)