sábado, 26 de noviembre de 2011

EN BARRANQUILLA ME QUEDO

EDITORIAL
Poemario. VIII Gran Recital Arte in Memoriam Día de los Difuntos. Barranquilla, 25 de noviembre de 2011

Desde la segunda mitad del siglo XIX, Barranquilla se perfilaba en el mundo, como un sitio favorable para el comercio, la industria, la educación y la cultura. Diversas circunstancias de orden geográfico y cultural contribuyeron a su desarrollo acelerado, hasta colocarla en un puesto privilegiado entre las principales urbes del país. La gente llegaba a La Arenosa buscando mejores posibilidades. La ciudad, que aflora del mar Caribe, bella y encantadora, con mar y río, y una gran sociedad, se fue constituyendo en una especie de imán que atraía oleadas selectivas de inmigrantes, entre ellos: fabricantes, comerciantes, estudiantes, intelectuales, y, en general, un variado elenco de nacionales y extranjeros.

El ambiente citadino de fraternidad estaba envuelto por el aire fresco de la libertad. De esa manera, hasta los postreros lustros del siglo XX, Barranquilla era el centro estelar del disfrute sano: una buena orquesta, un salón de postín, una exposición de pinturas, obras de teatro, un museo, un zoológico, grandes centros comerciales, bancos, buenas universidades, bibliotecas, y todo lo maravilloso que la mente humana podía imaginar. La atracción era inmensa. La gente llegaba de todas partes a disfrutar la paz y el jolgorio de una ciudad engalanada con robles, cayenas y trinitarias, bajo un cielo luminoso, que inspirador de artistas y escritores.

Sobre ese contexto de ciudad encantadora, llegan los efluvios de una canción titulada: En Barranquilla me quedo, caracterizada como un poema de gratitud y de amor, de un negro cartagenero, por su patria adoptiva, que lo acogió en su seno y le brindó el apoyo necesario para que emprendiera el vuelo anhelado hacia la inmortalidad.
Todo el mundo sabe que estoy hablando del Joe Arroyo, baluarte del orgullo afrocaribe, autor de la Rebelión, pieza musical de alto contenido social e impacto universal, en la cual la lírica se convierte en arma que pone a resonar la denuncia sobre el manto gris de la dominación colonial y sus 300 años de explotación esclava, semiesclava y feudal del hombre, y los desmanes cometidos contra la mujer, hechos históricos que avivaron la combustión del alma del cantante y compositor, para producir una epopeya de colores, envuelta en dibujos melódicos que se desdoblan en ideas.

En esa Barranquilla idílica, “El Centurión de la noche” logró que el sonido y la palabra poética se unieran en una visión sublime de una realidad social, que nos deslumbra y nos llena de emoción en las tardes de arreboles, y en las noches de plenilunio. En el esplendor de aquella época, nuestro pueblo vivía y dormía tranquilo, sin temores y sin tener que sellar las puertas con candados, ni levantar valladares metálicos alrededor de las viviendas.


Pasaron los años y a las distintas esferas de poder de la gran ciudad, fue penetrando la ambición, pasión que desvía a los hombres de sus posibilidades superiores, y los lleva a pensar solamente en su recompensa personal, en detrimento del bienestar de sus conciudadanos. En esas circunstancias llegaron los negocios oscuros. Entonces la ciudad afable y grata comenzó a mostrar sus rasgos agrestes, sus contrastes, su vida subterránea y soterrada, sus parias y sus haraganes. La ciudad fue creciendo al garete, sin que se pensara en el desarrollo humano o en las necesidades básicas insatisfechas de nuestros coetáneos. Hoy, por las calles deambula un número considerable de los que carecen de oficio, conformando una tropa gigantesca de desheredados de la fortuna, que dependen de la limosna, de la prostitución, del trabajo eventual, del rebusque o simplemente de la viveza. Muchos han llegado en las últimas oleadas de inmigrantes, que ya no son los huéspedes ilustres del pasado. Para los nuevos inmigrantes, la vida es difícil en la ciudad; pero ellos prefieren ese modus vivendi, con un ingreso pequeño e inseguro, a la vida rural basada en una agricultura de subsistencia, que apenas da para comer y que, para colmo, tiene como telón de fondo una violencia fratricida que los está sacando de su medio natural.

Es decir, a la situación económica deteriorada en los campos, se agrega la violencia que desaloja a los campesinos, quedándoles como único refugio la gran ciudad, donde van a contribuir al crecimiento de los problemas de desempleo, hacinamiento, salud pública en deterioro, contaminación ambiental, servicios públicos insuficientes, explosión de asentamientos suburbiales, problemas de transporte y todas las pesadillas que trastornan la convivencia social. En fin, lo que antes era un paraíso de libertad, con aire de tranquilidad, se va transformado en un admitido tormento. Un aire enrarecido se respira en la ciudad. La dulce melodía en que galopan las ilusiones y las esperanzas, se silencia con mantos de humo. Los cantos por la vida de quienes honrada y laboriosamente tejen la cotidianidad de la existencia, se acallan con interludios de llantos y clamores, que se levantan a diario por las honras fúnebres de los hombres y mujeres de paz, a quienes un hierro infame les apuntó, les disparó y los mató. En tales circunstancias, se disuelve la posibilidad de los encuentros, porque la muerte nos puede sorprender anticipadamente en cualquier esquina, en franca rebelión contra la lógica de la naturaleza, convirtiéndonos en polvo que reposa bajo un tétrico silencio.

En medio de esa situación, que agobia a la ciudad y al país en general, nadie se inmuta, nadie protesta, nadie dice nada, por temor a ser incluido en las macabras listas de los criminales. En ese nuevo contexto surge la voz festiva que celebra la vida, para enfrentar las fuerzas brutales de la violencia, y nos entrega una canción titulada: La guerra de los callados, la cual es un testimonio de quienes sufren en silencio la opresión y la injusticia. La guerra de los callados es un grito de combate contra los terroristas y narcotraficantes que han regado con sangre el suelo de nuestra patria.

Esa voz, que canta por los subyugados de la historia, es la de Álvaro José Arroyo, el “Joe”, personaje escogido este año, por el Comité Cultural de la Sociedad Hermanos de la Caridad, para que la poesía y las distintas manifestaciones del arte, le rindan tributo en la octava versión del Gran Recital Arte In memoriam Día de los Difuntos, que en su honor se titula: “En Barranquilla me quedo”.

Así es: En Barranquilla me quedo, porque “mi patria chiquita”, como decía el Joe, tiene una belleza enigmática, una inmensa capacidad de sobrevivencia, una realidad carnavalizada, y una alegría que entusiasma al forastero. Corresponde entonces al buen ciudadano salvar este emporio. Para ello hay que llevar a las distintas esferas de poder, a la gente pura e incorruptible. No se necesita escoger a los sabios, basta que tengan honor, conciencia y suficiente capacidad para comprender sus obligaciones(1). Además, es necesario vigilar más de cerca, y con entereza, el acto de gobernar, para que los funcionarios asuman en serio el compromiso de planear, controlar y dirigir con transparencia y pulcritud, el desarrollo urbano, señalando nuevas rutas en la dimensión humana y en la realidad cultural, para que la Puerta de Oro de Colombia siga su trayectoria histórica, en eterna floración, transformando los horizontes cotidianos, sin dañar el bello mundo de sus relaciones sociales.

JOSÉ MORALES MANCHEGO


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1. Supremo Consejo del Grado 33 para Colombia (Fundado en 1833). Liturgia del Grado IX. R. E. A. A. p. 25

martes, 16 de agosto de 2011

EL 20 DE JULIO DE 1810


JOSÉ MORALES MANCHEGO


«La justa comprensión del pasado enseña a militar en el presente y a prever el porvenir». José Ingenieros[1]


Esta reseña bibliográfica fue leída, con ampliaciones al margen, el 19 de julio de 2010, en Tenida Solemne de la Respetable Logia Nueva Alianza No. 2, presidida por el Venerable Maestro David Esmeral Ojeda, para conmemorar los 200 años del 20 de julio -que no de la Independencia- con una visión crítica de los hechos, diferente a las celebraciones de ideología colonialista y ultramontana, que al parecer desconocen la Historia y a veces deliberadamente ocultan la realidad de los acontecimientos y de los personajes, como hicieron con José María Carbonell, muy poco conocido en Colombia, y a quien la perspectiva del análisis histórico muestra como uno de los más excelsos próceres de nuestra Independencia, que debe ser estudiado en escuelas y Universidades, como el verdadero héroe del 20 de julio de 1810.

El 20 de julio es el día en que llega a su punto culminante la contradicción entre criollos y españoles. Es decir, entre el poder económico y el poder político, que se manifestaba en las frecuentes discrepancias del gobernador y el cabildo, convertido en feudo político de las familias representativas de la oligarquía criolla. Ese mismo 20 de julio también se reabrirá el conflicto entre la oligarquía criolla y el montón anónimo de los humildes y los desheredados, cuyos personeros serán Simón Bolívar y Antonio Nariño, el más grande prócer de Colombia, según palabras de Indalecio Liévano Aguirre, historiador que para esta reseña me ha servido de mentor[2].


El 20 de julio de 1810, la oligarquía criolla estará representada por los descendientes directos de los personajes que entregaron el movimiento de los comuneros de 1781 y sacrificaron fríamente a José Antonio Galán, el caudillo popular que hizo temblar la estructura política colonial. Ese cuadro de acoso a los dirigentes populares lo completarán más tarde con la despiadada persecución de que serían objeto los grandes voceros de nuestro pueblo, como el precursor don Antonio Nariño y José María Carbonell, llamado el «Chispero de la Revolución».


Del 20 de julio de 1810 surge la «Patria Boba», merecedora del título por la insensibilidad social y las mediocres aspiraciones históricas de muchos de sus personajes, pero cruel y despiadada con las reivindicaciones y anhelos de nuestro pueblo y con los desesperados esfuerzos que realizaron sus grandes voceros (entre ellos, Nariño y Carbonell) a fin de darle a la República, desde sus albores, un contenido social justo y más acorde con las necesidades de la nacionalidad en formación.

Veamos qué pasó el 20 de julio de 1810, momento histórico en que España se encontraba en dificultad por el derrumbe de su autoridad, la embestida de Napoleón Bonaparte y la ocupación de su territorio por el ejército francés. Esa ocupación, por las tropas francesas, llevó a que se desbandara la Junta Central de Sevilla y surgiera la necesidad de crear el Consejo de Regencia de España e Indias, el cual convocó las Cortes del Reino para que ellas afrontaran la histórica crisis que vivía la península.
En esas circunstancias, el Consejo de Regencia buscaba un entendimiento con los dominios, razón por la cual decidió enviar comisionados regios al Nuevo Mundo, los cuales eran escogidos entre los criollos residentes en España, a fin de facilitar su aproximación a los grupos disidentes de las colonias y negociar algunas reivindicaciones con ellos. Para el virreinato Granadino el Consejo de Regencia delegó a don Antonio Villavicencio, quiteño, educado en Santafé.

Esta política de la Regencia no era del agrado de las autoridades coloniales, las cuales querían resolver los problemas por medio de la represión. De ahí la resistencia de los peninsulares a los comisionados regios. Al virrey, señor Amar y Borbón, no le causaron ninguna gracia las condescendencias de Villavicencio con los americanos (Cartagena y Mompós) y decidió anticipar las medidas represivas que había ideado para reducir a la impotencia a los criollos. Su plan era procesar por traidores a la Corona, a las principales personalidades del estamento criollo, para que no se siguieran dando las negociaciones con el comisionado regio.


Los criollos, por su parte, como ignoraban el plan del gobierno, preparaban el banquete para recibir a Villavicencio. Las reuniones preparatorias se hacían en la torre del Observatorio Astronómico, cuyo director era Francisco José de Caldas. De estas reuniones fueron excluidos quienes no compartían la idea de reducir el movimiento a las simples reivindicaciones de los notables del Cabildo de Santafé. El problema fundamental en las reuniones fue el de encontrar la manera de utilizar al pueblo de la capital, cuyo concurso se consideraba necesario, para contrarrestar una posible intervención de las milicias, sin tener que adelantar campañas de agitación social, que los magnates criollos, recordando la experiencia de los Comuneros, consideraban singularmente peligrosas, y sin adquirir compromisos políticos con la «plebe», tan menospreciada por ellos. Libres del estorbo de Nariño (el Precursor se encontraba preso[3]), quien insistió siempre en la necesidad de deponer a las autoridades con un auténtico levantamiento popular, los principales personeros de la oligarquía criolla, -José Miguel Pey, Camilo Torres, José Acevedo y Gómez, Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano, Antonio Morales, etc.- pudieron consagrarse a idear la táctica política de que se servían para provocar una limitada y transitoria perturbación del orden público, que habría de permitir al Cabildo capturar el poder por sorpresa y tomar a continuación las medidas indispensables para el pronto restablecimiento del orden, de manera que el pueblo no pudiera desviar el movimiento de los rumbos que la oligarquía trataba de darle, pensando sólo en sus mezquinos intereses.


En ese contexto puede entenderse el asunto del florero, jugada de laboratorio preparada de la siguiente manera: Antonio Morales ideó un incidente para crear la agitación. En efecto, manifestó a sus compañeros que ese hecho podía provocarse con el comerciante peninsular don José González Llorente y se ofreció gustoso a intervenir en el altercado, porque profesaba, por cuestiones de negocios, una franca animadversión al español. La fecha que se decidió para el altercado fue el viernes 20 de julio, día en que la Plaza Mayor de Bogotá estaría colmada de gente de todas las clases sociales y de pueblos circunvecinos, por ser el día habitual de mercado.


Para evitar la sospecha de provocación deliberada se convino en que don Luis Rubio fuera el 20 de julio a la tienda de Llorente a pedirle prestado un florero para decorar la mesa del anunciado banquete a Villavicencio y que, en el caso de una negativa, los hermanos Morales procedieran a agredir al español. A fin de garantizar el éxito del plan, si Llorente convenía en facilitar el florero o se negaba de manera cortés, se acordó que don Francisco José de Caldas pasara a la misma hora por frente del almacén de Llorente y le saludara, lo cual daría oportunidad a Morales para reprenderlo por dirigir la palabra a un «chapetón», enemigo de los americanos y dar así comienzo a la trifulca. Lo importante era conseguir que el virrey, presionado por una intensa perturbación del orden, constituyera ese mismo día la Junta Suprema, presidida por el mismo señor Amar e integrada por los regidores del Cabildo de Santafé. Todos los esfuerzos de los notables se dirigían a evitar que dicha perturbación se prolongara más de lo necesario, para no correr el riesgo de que el pueblo tomara conciencia de su fuerza y exigiera más de lo que quería la oligarquía criolla, como sucedió en el movimiento de los comuneros.


La oligarquía criolla no estaba interesada en la independencia, sino en las reivindicaciones para su propio beneficio. Veamos lo que decía Camilo Torres refiriéndose a la decisión tomada por los patricios criollos en aquella hora crítica del 20 de julio de 1810. Torres escribió entonces: «En tal conflicto recurrimos a Dios, a este Dios que no deja perecer la inocencia, a este nuestro Dios que defiende la causa de los humildes; nos entregamos en sus manos; adoramos sus inescrutables decretos; le protestamos que nada habíamos deseado sino defender su santa Fe, oponernos a los errores de los libertinos de Francia, conservarnos fieles a Fernando, y procurar el bien y la libertad de la patria[4]. Este pensamiento está muy lejos de servir a un verdadero proceso de independencia.


Pero dejemos que los hechos hablen por si solos. El 20 de julio hacia las 11 de la mañana, la Plaza Mayor estaba colmada. Hacia las 10 de la mañana habían convocado el Cabildo. De ese Cabildo salían emisarios a pedir al virrey la conformación de la Junta Suprema. El virrey se negó rotundamente. En vista de esa actitud, los cabildantes se dispersaron por la plaza a fin de dar cumplimiento a lo acordado en el observatorio astronómico. Poco antes de las 12 del día se presentó don Luis Rubio ante Llorente. Este negó el florero de manera decente y hubo que aplicar el plan B, o sea la intervención de Francisco José de Caldas. En ese sentido, mientras unos golpeaban a Llorente, los otros conjurados se dispersaron por la plaza gritando: están insultando a los americanos. ¡Queremos Junta». ¡Abajo el mal gobierno! ¡Mueran los bonapartistas!

El movimiento popular creció y luego se desbordó, porque no se le señalaron objetivos políticos claros. Más tarde la gente se fue dispersando. Hacia las cuatro de la tarde, los patricios criollos, asustados, se habían ocultado en los retretes más recónditos de sus casas, pensando los unos en salvar sus vidas y los otros en proteger sus bienes.


A las 5 de la tarde, hombres y mujeres de los pueblos de la sabana se dispersaban hacia sus casas. Es el momento angustioso de José Acevedo y Gómez, el más firme y valeroso jefe de la oligarquía criolla, quien manifestó desde la tribuna a las pocas personas que permanecían en la plaza: «Si perdéis este momento de efervescencia y calor; si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes; ved (señalando las cárceles) los calabozos, los grillos y las cadenas que os esperan»
[5].


La derrota del movimiento parecía inevitable. Pero surge aquí uno de esos personajes que frecuentemente varían el rumbo de la historia. Se trata de José María Carbonell, quien sacó a los habitantes de los barrios pobres de Bogotá, los cuales llegaron a la Plaza Mayor, como león rugiente, pidiendo Cabildo Abierto y un no rotundo a la Junta de Notables. Los acontecimientos toman ahora un cariz distinto. Los ánimos están caldeados y el movimiento cobra fuerza y vigor.


Pero no bien el pueblo puso la cara, la oligarquía volvió nuevamente a reclamar sus privilegios. Salieron como hormigas de los retretes recónditos de sus casas para el cabildo, pero no para convertirse en voceros de ese pueblo, ni adalides de la Independencia, sino para discutir en Junta de Notables, las prebendas y privilegios que esperaban derivar de una victoria que no les pertenecía.


Esa noche Carbonell pedía Cabildo Abierto, para que el pueblo, en uso de su capacidad deliberante y soberana, nombrara las nuevas autoridades del reino. La oligarquía criolla, en cambio, pedía Junta de Notables. El Señor Amar se negó a autorizar el Cabildo Abierto, que prácticamente transfería el poder al pueblo, y dándose cuenta de la grave situación, decidió acudir al mal menor, o sea negociar a puerta cerrada con la oligarquía criolla y no con Carbonell, que frente al pueblo, representaba la voz animadora de la libertad.


Así salió airosa la idea de la Junta de Notables; en el conciliábulo se impuso la destreza de los patricios criollos, quienes utilizaron al gobierno a favor de sus propios y egoístas intereses. Luego, para que se tranquilizara la élite criolla le pusieron el parque de artillería a sus órdenes, en cabeza de José de Ayala. En los siguientes días se descubrirían las abominables consecuencias que, para el pueblo y para la Independencia, tendría la captura del poder militar por los mandatarios de la oligarquía criolla. Es de anotar que estas prebendas las consiguieron porque nunca se cansaron de ofrecer garantías y de explicar al virrey, que ellos, los criollos eran los más leales y celosos defensores del trono.


Los apetitos personales malograron los grandes ideales de la revolución. De ahí que el acta llamada de la Independencia, en nada se parece a una declaración de independencia. En ella se nota que en ningún momento la oligarquía criolla rompe los lazos de dominación con el imperio español. Por tanto, el 20 de julio no hay independencia, no hay autonomía. Al contrario, se reconoce la soberanía de la Corona española sobre nuestro territorio y se abre la persecución a los verdaderos héroes de lo que en Historia se llama el proceso de Independencia de nuestra patria.


Por esa razón, el 23 de julio, la Junta de Gobierno, inspirada por José Miguel Pey y Camilo Torres tomó la iniciativa, resuelta a poner término a los «desmanes del pueblo» y a impedir las actividades de don José María Carbonell, verdadero héroe nacional en la lucha por la Independencia. Ese día, desde muy temprano, se colocó en los balcones de las Casas Consistoriales, un enorme retrato del Rey Fernando VII, y se situaron las milicias regulares en la plaza, como guardia de honor de la «imagen de nuestro Amado Soberano», según refiere el «Diario Político», citado por Liévano Aguirre.


Hacia las diez de la mañana se inició la ceremonia. Del Palacio Virreinal salió un desfile, encabezado por el propio señor Amar, don José Miguel Pey, don Camilo Torres y los vocales principales de la Junta de Gobierno, desfile que rindió honores al retrato de Fernando VII
[6], mientras una banda militar tocaba aires marciales de España y las tropas presentaban las armas. Poco después se dio a conocer el primer bando de la Nueva Junta de Gobierno, cuyo texto decía: «Convencido este Cuerpo de los sentimientos con que el pueblo ha excitado su lealtad a favor de su justa causa, ha resuelto, como fundamento de la Constitución a que prestará todo el lleno de su energía, se observen los puntos siguientes: 1° Sostener y defender la Religión Católica Apostólica y Romana, universalmente recibida por nuestros mayores… 2°. Defender los derechos de nuestro amado soberano don Fernando VII, conservando este reyno a su augusta persona hasta que tengamos la feliz suerte de verlo restituido a un trono de que le arrancó el tirano del mundo (Napoleón). 3°. A favor de la tranquilidad pública se prohíbe absolutamente todo espíritu de división como perjudicial en un tiempo en que la Junta Suprema se ocupa en reposo y quietud general; exigiendo muy particularmente el amor que debe tener el pueblo a los españoles europeos, reconociendo en ellos a sus hermanos y conciudadanos, y entendiendo que sobre puntos de tan alta consideración, la misma Junta tomará las providencias más activas y vigorosas…Con este objeto de la tranquilidad se prohíben también los toques de campanas extraordinarios, y cualquier otra alarma que no se haga de orden de la Junta»[7].


El 6 de agosto la Junta organizó una insólita ceremonia: Conmemoración de la Conquista. La conmemoración de la Conquista, a los 15 días del 20 de julio explica el sentido profundo de la política criolla, muy poco liberal y más bien ultramontana y antipatriótica
[8].


El 13 de agosto de 1810, José María Carbonell, el verdadero prócer, repitió la hazaña del 20 de julio. Con una inmensa multitud llegó a la Plaza Mayor, metió en la cárcel al virrey y de la virreina, llamada doña Francisca Villanova, se ocuparon las mujeres
[9], quienes la llevaron al Divorcio, que era la cárcel destinada para las mujeres de la plebe.


Conseguida la prisión del virrey y de la virreina, el pueblo se dedicó a celebrar en las calles su triunfo, mientras los patricios criollos y los españoles se ocultaban temerosos en sus residencias.


El 14 de agosto a las 11 de la mañana, ya la plaza estaba militarizada. La nobleza le pidió entonces a la Junta que sacara a los virreyes de las cárceles. Los miembros de la Junta, encabezados por don José Miguel Pey, don Camilo torres, los vocales de la Junta y los «caballeros de la nobleza», se dirigieron a la cárcel para liberar al virrey y presentarle las disculpas del Gobierno y de la sociedad, por el «afrentoso atentado» cometido el día anterior. Mientras tanto las damas distinguidas de Santafé, encabezadas por doña Francisca Prieto Ricaurte de Torres, esposa de don Camilo y doña Rafaela Isasi de Lozano, Marquesa de San Jorge, se dirigieron a la cárcel del Divorcio, la sacaron y la llevaron a palacio.


El 16 de agosto apresaron a José María Carbonell, por hablar en imperio y haber sido causa de que metieran al virrey en la cárcel y a la virreina en el Divorcio. En consecuencia, le pusieron precio a la cabeza de Carbonell para desagraviar a los virreyes ofendidos.


El 19 de junio de 1816 fue ajusticiado José María Carbonell. Dice un cronista que «lo soltó el verdugo y lo dejó penar (al caerse de la horca), que fue menester que un soldado le tirase un balazo»
[10] para rematarlo. De esa manera, gran número de hombres y mujeres de nuestra patria fueron victimas del morbo terrorista de Pablo Morillo, quien llegó en plan de reconquista por la chatura política de la «Patria Boba».

Así se desbanda una revolución, fenómeno en el cual maniobró la élite criolla, compuesta en su mayoría, como dice Enrique Santos Molano
[11], por «ambiguos y pusilánimes», quienes, aprovechando la situación de España y la del virreinato, buscaban un acuerdo amistoso con el virrey para establecer en Santafé una junta de gobierno presidida por Amar y Borbón y compuesta por los miembros más prestantes de la oligarquía criolla. No hay duda de que la revolución sufrió un golpe muy duro. Pero la lucha continuó ardorosamente hasta el día en que nuestro pueblo, de la mano de sus libertadores, pudo emprender el sublime vuelo hacia la libertad.

(Publicado en: Revista Plancha Masónica No. 39. Organo de información de la Gran Logia del Norte de Colombia. ISSN 0124-7433. Barranquilla, Colombia. Diciembre de 2010)
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[1] INGENIEROS, José. Las fuerzas morales. Editorial Losada. Buenos Aires, 1994. p. 101.
[2] Para ampliación y documentación de los hechos presentados en esta reseña, remito al libro de LIEVANO AGUIRRE, Indalecio, titulado: Los Grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Dos volúmenes. Ediciones Tercer Mundo. Bogotá, Colombia, 1973. p. 970
[3] El mismo Nariño dice, refiriéndose a las mazmorras de Bocachica y de la Inquisición: «De Bocachica se me pasó a las cárceles de la Inquisición, y se me alivió de las cadenas a instancias de D. Antonio Villavicencio, que desde su llegada a Cartagena tomó el mayor interés en mi alivio, y que en este paso me salvó del terrible y último golpe de que me remitieran a Puerto Rico» (Citado por: SANTOS MOLANO, Enrique. Antonio Nariño, filósofo revolucionario. Editorial Planeta. Santafé de Bogotá, 1999. p. 310.
4] Documento citado por: LIEVANO AGUIRRE, Indalecio. Op. Cit. Tomo 2. p. 565.
[5] Ibíd. p. 575.

[6] En este punto es importante recordar que Fernando VII, consciente de que la Masonería representaba una fuerza intelectual peligrosa para la estabilidad de sus colonias en América, produjo una Cédula Real «mediante la cual ordenaba perseguir a los Masones sin tener en cuenta rango ni privilegio de ninguna naturaleza» (CARNICELLI, Américo. La Masonería en la independencia de América. Tomo I. Bogotá, 1970. p. 106.
[7] LIEVANO AGUIRRE, Indalecio. Op. Cit. pp. 597 y 598.
[8] Ibíd. p. 608.
[9] Es de anotar, que un río caudaloso de mujeres participó, no sólo el 20 de julio de 1810, sino en toda la Campaña Libertadora. Sin embargo, no se les menciona a pesar de estar políticamente muy por encima de aquellos a quienes las consagraciones oficiales han querido endiosar. (Véase: GUTIÉRREZ ISAZA, Elvia. Historia de las mujeres próceres de Colombia. Imprenta Municipal. Medellín, 1972).
10] PARDO UMAÑA, Camilo. Narraciones coloniales. Colección Navegante 16. Librería Suramericana. Bogotá, 1948. pp. 139 – 140.
11] SANTOS MOLANO, Enrique. Op. Cit. p. 303.

lunes, 27 de junio de 2011

EL MISIONERO, UN ESPACIO CULTURAL DE LA SOCIEDAD HERMANOS DE LA CARIDAD

EDITORIAL





Desde tiempos inmemoriales, El Misionero ha estado interesado en la ciencia, en las bellas letras y en las bellas artes, tratando de mejorar permanentemente su ámbito existencial para que fluya el pensamiento libre.


En sus páginas fulgen las palabras e imágenes de artistas, escritores e investigadores, cuyo saber evidencia la manera de reflexionar sobre los fenómenos de su entorno. De esa forma nos acercamos a la realidad americana, colombiana y regional, para difundir lo útil.


Nuestro ideal es estimular la investigación sobre la sociedad en la cual estamos inmersos. En otras palabras, propugnamos el estudio, en su dimensión compleja, de la patria inmensa de Bolívar, Antonio Nariño, Francisco de Paula Santander, Bernardo O’Higgins, José Martí y José de San Martín.


Es de anotar que toda revista refleja una intención fundamental. La intencionalidad nuestra es investigar, profundizar y difundir conocimientos acerca de nuestra región y sus personajes.


En ese sentido, este número de El Misionero nos conduce a la aventura estética de la existencia, con la obra de Antonio I. Caro, titulada: “Juego, más fuego, siempre fuego”, que ilustra la carátula. Esta obra, de connotaciones simbólicas, enfatiza el fuego de las ideas, que emana de los cañones de una constelación pluralista de personajes del mundo americano, continente que anhela alcanzar, en juego limpio, estados más elevados, representados en el triangulo, que evoca la imperativa fórmula: “Bien pensar, bien decir y bien hacer”.


Abre la cascada de artículos el arquitecto Tito Patrick Macías Sanjuán con un trabajo titulado: La planeación y la gestión del riesgo. Un camino seguro hacia la construcción de ciudades amables, en el cual ondea el planteamiento de ordenar territorio y hacer ciudades más atractivas y más humanizadas, aptas para el aprendizaje ciudadano.


El investigador Jairo Soto Hernández en su interesante trabajo Los diablos del Corpus Christi de Valledupar, estudia las ceremonias, cultos y ritos de esta fiesta tradicional, cuyo simbolismo representa la lucha entre el bien y el mal.


Betty Sofía Fulleda Fandiño escribe sobre el espacio público que simboliza el nacimiento de Barranquilla: la Plaza de San Nicolás, considerada como el ágora de esta importante ciudad de la República de Colombia.


Adolfo Villadiego Rozo, en su artículo Germán Espinosa como genio de la novela histórica, se mete en el análisis de la obra de este insigne escritor cartagenero, que nos absorbe con la trama de su narración y nos pone a vivir su verdad literaria, mezcla de lo real documental -y testimonial- con el carácter fascinante de la ficción.


La periodista Marta Morales nos ofrece La otra cara de la economía, entrevista a Cándido Grzybowski, exclusiva para El Misionero. Cándido Grzybowski es un influyente sociólogo brasileño, de resonancia mundial, que propone un movimiento en contra del llamado modelo industrial consumista, y pregona una nueva economía basada en la igualdad ciudadana.


Rafael Fulleda Henríquez nos entrega: Acotaciones sobre una donación bibliográfica. Se trata de una reseña de gran sutileza analítica sobre dos obras: Periplo médico y Kamach, las cuales fueron donadas a la Biblioteca Julio Hoenigsberg por su autor, el médico obstetra, intelectual y escritor barranquillero Julio Mario Llinás Ardila.


Ángela Marcela Morales, en su artículo Etología, primates y humanos, se refiere a lo esencial del comportamiento de los seres racionales e irracionales, motivándonos a reflexionar en medio de una sociedad desgarrada, que necesita profundizar el estudio y el avance de la condición humana insertada en el cosmos, la Tierra y la vida.


El abogado Rachid Nader Orfale se mete en la pira incandescente de la Historia de Colombia, a buscar las huellas de la centralización y descentralización, para dilucidar los aspectos jurídicos más importantes sobre el ordenamiento territorial de nuestro país.


Oswaldo Díaz Barbosa, en Dioses y esclavos, recrea, con destellos de vida cotidiana, el fluir de una clase motivadora, que brotó del acto pedagógico de su profesor de Ciencias Sociales. Es una mirada al mundo antiguo, que arroja elementos para la reflexión.


Álvaro Díaz Romero nos refresca con un relato titulado Barbulia, una extraña ciudad fundada por moscas.


La profesora Betty Córdoba Arrieta, experimentada en oír las pulsaciones rítmicas de la niñez en su proceso de aprendizaje, escribe sobre la primera infancia, etapa de vital importancia para la vida futura del ser humano, en la cual se cimentan las bases para el desarrollo de sus capacidades cognitivas, socio afectivas y culturales en general.


Fernando Llanos escribe sobre la Primera huelga en la historia de la humanidad, la cual se registra en el país de los faraones. Es un artículo interesante, que debe estimular la investigación de este tipo de acciones sociales en las “dolorosas repúblicas americanas”, como dijera Martí.


José Morales Manchego desentraña la venganza en “Crónica de una muerte anunciada”, obra de nuestro Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.


Por su parte, la filosofía nos aporta su poder reflexivo e interrogativo, que debe contribuir al desarrollo de la investigación sobre nuestra propia realidad, la cual ostenta múltiples problemas. La faceta filosófica escogida para esta ocasión está a cargo del profesor Jorge Álvarez Hernández, quien nos entrega un ensayo titulado: Ideas puntuales sobre ética y política en Nietzsche.


Finalmente, El Rincón Poético está dedicado a don Antonio Mora Vélez, espléndido escritor caribeño, de asombrosa fluidez intelectual, que abrió nuevos caminos frente a la tradición literaria de nuestro país, para conectar el cielo con la tierra en el fulgor de su riqueza lírica. Antonio Mora Vélez es uno de los pioneros de la ciencia ficción en Colombia. Esta vez El Misionero presenta algunos poemas de la galaxia de sueños y fantasías de este consagrado escritor caribeño, que tiene un merecido puesto en la Historia de la Literatura nacional, con proyección internacional.


(Publicado en: Revista El Misionero. Organo de los intereses de la Sociedad Hermanos de la Caridad. No. 69. ISSN 1657-3064. Barranquilla, Colombia. Junio de 2011)


JOSÉ MORALES MANCHEGO


lunes, 30 de mayo de 2011

LA VENGANZA EN CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA





JOSÉ MORALES MANCHEGO



Según la Real Academia Española: “Venganza es la satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos”. Podría decirse también que es la pasión intensa que impulsa a un ser humano a tomar desquite por una ofensa que le han infligido a él o a uno de sus protegidos.



En cuanto a sus causas se puede afirmar que la inexistencia de un sistema judicial, o la simple inoperancia de la justicia, generan la venganza. De ahí que en los pueblos de las primeras edades, la falta de organización de la justicia fue muchas veces causa de venganza como forma de frenar los desafueros de las personas en el contexto de la vida social. En algunos de dichos pueblos la venganza se arraigó tanto, que algunos llegaron a considerarla como un deber sagrado.



Por eso en la mitología griega, la diosa Némesis era la personificación de la venganza. Ella representaba la legítima ira de los dioses contra la soberbia y la altivez, y contra los generadores de conflictos. De manera que ningún transgresor podía librarse de su acción y su poder.



Por su parte la Biblia, en el génesis, Capítulo IX, versículo 5 dice: “La sangre de un hombre la vengaré en el hombre”, y en el verso 6 agrega: “Derramada será la sangre de cualquiera que derramare sangre humana”. Algo semejante aparece en el salmo 94, versículo 1º, el cual asevera lo siguiente: “El Señor o Jehovah es el Dios de las venganzas; y el Dios de las venganzas ha obrado con independiente libertad”[1]. Sin tanto rodeo, he ahí la venganza plasmada en un libro de la Ley Sagrada.



En los pueblos premodernos era un deber ineludible vengar el honor mancillado, y el que no lo hacía incurría en el desprecio común, se burlaban de él las mujeres y los viejos, y si el que dejaba de tomar venganza era soltero, ninguna mujer quería casarse con él. Es más, si el ofendido era casado y no ejercía la venganza, la esposa lo abandonaba.



Hoy en día la literatura y el cine aportan valiosa información para dar a conocer los códigos de honor y las historias de venganza de sociedades pasadas. Un ejemplo patético lo tenemos en la obra Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez[2], la cual refleja el concepto de venganza arraigado en una cultura, que por la debilidad de la justicia y la falta de claridad en la misma, pasó a ser una costumbre inveterada.



En la obra se plantea el conflicto que genera la pérdida de la virginidad de una doncella. El ofensor, supuestamente Santiago Nasar, violó el código de honor de ese momento. Esto significaba que el ofensor degradó a la familia Vicario en su dignidad y en su valía humana.



Por esa razón, los gemelos, o sea los hermanos Vicario – matarifes de oficio- cuchillo en mano hacen público su deseo de venganza. Ellos se ven obligados a matar al joven Santiago Nasar, porque creen que su deber es lavar con sangre la ofensa de que ha sido victima la familia. Es más, luego de cometer el crimen, los hermanos Vicario corren hacia la casa cural, donde confiesan su delito al padre Carmen Amador en los siguientes términos: “Lo matamos a conciencia –dijo uno de ellos- pero somos inocentes… fue un asunto de honor”.



Pero la venganza no sólo estaba presente en la actitud de los hermanos Vicario. Hay también una responsabilidad colectiva, la cual se refleja en la pasividad cómplice de muchos habitantes del pueblo y en el aire vengativo de otros, como se puede ver en el proceder de los personajes de la obra. Todos sabían que los hermanos Vicario buscaban a Santiago Nasar para matarlo, pero nadie tomó realmente la iniciativa para evitar la tragedia, incluso algunos personajes, en el fondo de su alma, querían que lo mataran (p. 19).



Veamos lo que dicen algunos textos de Crónica de una muerte anunciada:



Victoria Guzmán, cocinera de la familia Nasar decide no advertir a Santiago del peligro que corre, lo que se puede entender como una forma de venganza producto de los abusos de su padre Ibtahim Nasar, quien la había seducido en la plenitud de la adolescencia y “La había amado en secreto varios años en los establos de la hacienda, y la llevó a servir en su casa cuando se le acabó el afecto (p. 17).



Lázaro Aponte, coronel en retiro y alcalde del pueblo, se entera de los deseos de los Vicario y cumple con el requisito de quitarles los cuchillos, pero “ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones” (p. 60).



El padre Carmen Amador, párroco de la comunidad, se enteró de los deseos de los Vicario, pero prestó más atención a los preparativos de la llegada del obispo. Su actitud está contenida en sus propias palabras: “Lo primero que pensé fue que no era asunto mío sino de la autoridad civil, pero después resolví decirle algo de pasada a Plácida Linero” (pp. 71- 72).



Prudencia Cotes, la novia de uno de los Vicario dice: “Yo sabía en que andaban y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre” (p. 65).



La madre de Prudencia Cotes, que todas las mañanas brindaba un café a los hermanos Vicario, ese día, cuando se lo ofreció, Pablo Vicario le contestó: “Lo dejamos para después, ahora vamos de prisa” (p. 65). Al oír estas palabras la señora Prudencia Cotes respondió: “Me lo imagino, hijos, el honor no espera” (p. 65).



“Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pero Indalecio pensó como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos…” (p. 100).



Cuando Cristo Bedoya le dijo a Victoria Guzmán: “Lo están buscando para matarlo” (p. 102). Victoria Guzmán le contestó: “Esos pobres muchachos no matan a nadie…” (p. 103).



Como se puede ver, la obra refleja un contenido de venganza, que ondea en la conciencia de sus personajes. Y como si esto fuera poco, respecto a la complicidad generalizada, el narrador dice: “La gente que regresaba del puerto, acelerada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen” (p. 106). Más adelante nos informa que “La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles” (p. 111) y “No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen” (p. 114).



Estas expresiones textuales, tomadas del libro Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, nos ponen a reflexionar sobre la complicidad colectiva en este caso de venganza, coronado por el Derecho cuando “el abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue admitida por el tribunal de conciencia…” (p. 53).



La venganza en la obra surge como consecuencia necesaria del daño recibido, en una época en la cual la dignidad del macho quedaba deshonrada si la mujer con la cual se casaba no era virgen. En consecuencia, en la obra, la venganza, que se plantea con toda crudeza, tenía como objetivo la exaltación del amor propio, que había sido menospreciado y agravado por la ofensa recibida.



Toca analizar hasta donde nuestra sociedad actual, que algunos llaman posmoderna, es vengativa frente a otras ofensas. No se puede negar que en nuestra sociedad, muchas veces la reacción contra el delito es puramente pasional, ciega, sin reflexión ni deliberación alguna, lo cual está en contradicción con la naturaleza social y racional del hombre y contra el sentimiento de justicia organizado, por lo menos en teoría, en los pueblos civilizados.



Para nadie es un secreto que en nuestra sociedad pululan los actos de venganza: ahí están para analizar los dichos y paremias que se escuchan a diario. Por ejemplo: “Da que te vienen dando”; así mismo nos hablan de venganza las estadísticas de violencia en la barriada; la violencia intrafamiliar; los golpes y aún las muertes por celos; lo mismo que el maltrato a los animales, para cobrarles cualquier desafuero cometido por el irracional o por su dueño. Todas son formas rencorosas de lavar una ofensa, olvidando que son las autoridades competentes las que tienen que dar su veredicto y dictaminar la forma en que el ofensor ha de reparar el daño causado a la víctima.



Conclusivamente se puede afirmar que la venganza es la actitud de las personas, que por su atraso o por la mala administración en materia de justicia, se cobran cualquier ofensa por su propia mano. En esas circunstancias, nuestra tarea es transformar a esas personas. Sobre ese yunque el hombre libre y de buenas costumbres tiene que seguir martillando. No olvidemos que en esta materia nuestra Augusta Institución, en sus principios, también tiene la antorcha. En ese sentido, la Liturgia y los rituales del Grado 30 de la Masonería del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, que dirige el Supremo Consejo del Grado 33 para Colombia, así como las Liturgias y rituales de otros grados precedentes, tratan de la venganza. Pero la venganza nada tiene que ver con la esencia de la Masonería. Es más, la Masonería condena la venganza, y “En vez de aprobarla, pedimos no sólo el perdón de la injuria, sino que exigimos su olvido[3]. No obstante, consideramos que el Estado y las autoridades legítimamente constituidas, tienen la obligación de investigar a los infractores y castigar a los delincuentes.


(Publicado en: Revista El Misionero No. 69. ISSN 1657-3064. Barranquilla, Colombia. Junio de 2011)

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[1] La Sagrada Biblia. Traducción de LA VULGATA LATINA al Español (1884) por el Ilmo. Señor Don Félix Torres Amat). Santa Fe de Bogotá, D. C., Colombia, 1999.


[2] Gabriel García Márquez. Crónica de una muerte anunciada. Biblioteca de Autores Contemporáneos. Círculo de Lectores. Bogotá, 1988. 128 pp. Cfr. Bahamón, Efraín. Análisis de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Editorial Voluntad. Bogotá, 1991. 64 pp.

[3] Liturgia del Gr:. XXX. Supremo Consejo del Grado 33 para Colombia (Fundado en 1833) p. 21.


lunes, 3 de enero de 2011

EL ARRAIGO REGIONAL DEL COSTEÑO




JOSÉ MORALES MANCHEGO


La expresión “arraigo regional del costeño” hace referencia al apego que a lo largo de los años ha tenido el habitante del Caribe colombiano hacia su espacio vital, que incluye el amor al terruño, a sus habitantes y a la cultura vigente en su comunidad. Este fenómeno psicológico que nos sintoniza con el entorno, actualmente se encuentra amenazado por las exigencias de la globalización. Por tal razón es importante levantar, a manera de ensayo, el registro histórico de algunos hechos que forman parte de la fascinante mentalidad del costeño raizal.

EL HOMBRE, EL TERRUÑO, LA BARRIADA

En el complejo mundo de la mentalidad costeña, sobresale el culto a la región y dentro de ella al pueblo donde se ha nacido. Más aún, a lo largo de la historia se vislumbra el culto que se tributa al barrio donde se vive. A este respecto, si nos trasladamos a los tiempos de la dominación colonial, encontramos que los barrios de Cartagena rivalizaban en belleza, ornato y riqueza de sus carrozas para la celebración de los fandangos. Esa emulación fue confortante y afectuosa hasta el día en que se filtró la “política” en la mencionada fiesta. Entonces, el fandango de Chambacú empezó a ser de los conservadores y el del Pozo, de los liberales. Se dice que desde ese momento las fiestas comenzaron a declinar hasta su extinción definitiva(1).

La sentencia de muerte contra el inocente fandango se operó de la siguiente manera: El día 5 de enero de 1851, una de las banderas que adornaban el fandango contenía una inscripción que decía; "A la lealtad de los valientes chambaculeros. Por dos conservadoras"(2). A raíz de este incidente se agudizaron las contradicciones y las fiestas se frustraron. Pero lo importante es señalar que en los fandangos de Cartagena se palpaba ese apego fervoroso del costeño por el barrio donde ha nacido. Y así podrían multiplicarse los ejemplos, porque en todos los pueblos de la Costa es muy notable el arraigo de la gente a su barriada.

EL ALIENTO DE LA COMARCA

En términos de mayor amplitud, para los costeños el ambiente de su comarca forma su centro de rotación, de tal manera que les parece que desaparecieran con la ausencia del paisaje. Así vemos que cuando el primer pelayero, llamado Catalino Galván, salió de su pueblo a estudiar medicina a la Universidad de Cartagena, dejó su testamento escrito, expresando su última voluntad y disponiendo la distribución de sus bienes. El día de la partida sus amigos y familiares lo lloraron, y durante su prolongada ausencia la casa permaneció enlutada con negros crespones y bien cerradas sus puertas y ventanas(3).

Por ese mismo sentimiento comarcano, el escritor Eustorgio Martínez Fajardo decía: "...me resisto a viajar, porque comprendo que un viaje para mí tendría una impresión de muerte, de melancolía inenarrable..."4. De ahí se desprende que el costeño es feliz contemplando la tierra donde de pequeño jugaba. Esa actitud se encuentra presente no sólo en la literatura, sino en los dichos y en los cantos populares. En el paseo "Mi Patria Chica" de Náfer Duran, el autor describe sus recuerdos de infancia y muestra el cariño entrañable que siente por su tierra. Merece igual mención el paseo de Andrés Gullo titulado "Mi Magdalena", el cual va diciendo al son de la melodía:

Tierra bonita donde nací
cuando estoy lejos sufro por ella
y fuera de ella no sé vivir.


Es el mismo sentimiento expresado en "El Viejo Migué", merengue de Adolfo Pacheco que dice: "A mi pueblo yo no lo cambio ni por un imperio", con lo cual se muestra el carácter irremplazable del sentimiento regional.

CARÁCTER SEDENTARIO DEL COSTEÑO

Ese arraigo es el que hace del costeño un pueblo poco migrante. Se sabe de migraciones de campesinos, pescadores y mano de obra en general, pero eso se presenta durante los llamados "meses malos" en busca de trabajo, He aquí cómo el sociólogo Abel Avila(5), nos habla de dos tipos de migraciones fundamentales en esta zona: La migración pendular, que se ejerce por término de 24 horas, durante las cuales el migrante va y viene. El otro tipo de migraciones conocido en dichas áreas, es la migración golondrina o temporal. Esta se realiza cuando parte de la población viaja a otra región en busca de trabajo.

La necesidad de trabajar o de estudiar saca temporalmente al costeño de su terruño; pero cuando se aleja de su habitat, viene la melancolía y empieza a idealizar su paisaje. Tal es la esencia del poema de Candelario Obeso titulado Ario, en el cual el poeta momposino se despide de esa Bogotá nublada. El adiós de Candelario Obeso idealiza a la Costa y luego termina diciendo:


Ya me voy re aquí eta tierra
A mi nativa mora
Er corazón é má grande
Junto ar má(6)


Esa composición es muy expresiva sobre el arraigo regional, porque el poeta no sólo extremó el habla costeña, sino que mostró la nostalgia por su tierra, consumada en los últimos versos que reflejan la añoranza por el mar.

Era la misma nostalgia que acosaba a Rafael Núñez, quien fue mordido varias veces por el deseo de irse para su terruño, al sentirse incómodo en la altiplanicie(7). De otra manera no se podría explicar el hecho de que el presidente Núñez ejerciera el mando de la Nación desde la ciudad de Cartagena. Es la misma nostalgia del olor de la guayaba de Gabriel García Márquez(8), quien dice que cuando empieza a hablar del Caribe no puede parar, porque esa región lo enseñó a escribir y es la única parte del mundo donde no se siente extranjero.

El EXILIO DEL ALMA

Esa nostalgia es la que mueve a los costeños a mencionar demasiado su lugar de nacimiento cuando están por fuera (léase destierro). En esas condiciones, el campesino palurdo al presentarse ante desconocidos dice su nombre y el del pueblo donde ha nacido; y los grandes intelectuales de la Costa no se cansan de nombrar su cuna. A eso se debe que a Rafael Núñez se le conozca como "El Pensador del Cabrero"; sus enemigos políticos lo llamaban "El Tigre del Cabrero"; y a Gabriel García Márquez se le conoce en todo el mundo, como "El Hijo del Telegrafista de Aracataca".

Conclusivamente se puede afirmar que el costeño tiene mucho apego a su región, sentimiento que se expresa en dichos, en la literatura, en la música folclórica y en el comportamiento costeño en general.

(Artículo publicado en: ARCO, revista del pensamiento colombiano. No. 290. Bogotá, noviembre-diciembre de 1985)
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1. URUETA, José F. Cartagena y sus cercanías. Tipografía de vapor "Mogollón". Carta¬gena, 1912. pp. 473 y 474.
2. La República. Cartagena, 10 de enero de 1851.
3. EXBRAYAT, Jaime. Historia de Montería. Ed. Imprenta Departamental de Córdoba. Montería, 18 de octubre de 1971. p.p. 83 Y 84.
4. MARTÍNEZ FAJARDO, Eustorgio. Notas porteñas. Imprenta departamental. Cartagena, 1943. p. 184.
5. ÁVILA, Abel. Palenque, semillero de negros. En: Sociología del desarrollo. No. 16. Octubre de 1980. pp. 10 y 11.
6. OBESO, Candelario. Cantos populares de mi tierra. Ed. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá, 1950. p. 33.
7. LIEVANO AGUIRRE, Indalecio. Rafael Núñez. Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá, 1977. p. 172.
8. GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. El olor de la guayaba. Ed. La Oveja Negra. Bogotá, 1982, p. 55.