sábado, 20 de marzo de 2021

El espejo de la garza

 

PRÓLOGO

Si quieres conocer el alma de Lucía Armella González, penetra en la esencia de sus versos. Entonces hallarás a un personaje de acción intrépida en la vida cotidiana y de presencia emotiva en la trama de las letras.

La chispa de la literatura prendió en la conciencia de Lucía, como el sol que se abre desde el amanecer, cuando de niña retozaba en las playas del mar Caribe, sobre las arenas del municipio de Ciénaga, junto a la Sierra Nevada de Santa Marta y la Ciénaga Grande del Magdalena, más conocido aquel villorrio por un hecho histórico doloroso como es la “Matanza de las bananeras”.  En esa tierra de ensueños, la niña se quedaba extasiada mirando los manglares que parecían danzar al son de la cumbia y sus tambores. Para ese entonces el jardín de la poesía lo regaba su padre Manuel Armella Locarno. En ese jardín brotó una flor, y como una especie de fuego estético se fue elevando para alcanzar la altura poética de su padre y crear un mundo artístico diferente. En ese ambiente creció Lucía Armella. Un día, la niña descubre que escribir es su encanto y poco a poco se deja envolver por la poesía.

Su infancia estuvo cobijada por el amor familiar, pero incrustada en el ámbito de una sociedad rígida, que ofrecía a la mujer pocos caminos hacia la liberación de costumbres inanes, que volvían cenizas los derechos inherentes a su propia emancipación. “Esto es lo de menos”, pensaría la poeta, que ya había sido expulsada de un prestigioso colegio de Barranquilla por rechazar la idea según la cual la virtud femenina comienza con una falda que llegue hasta los tobillos.  Su índole de mujer indomeñable la lleva a soltar las riendas de su imaginación y crea una pieza de ensoñación romántica con visos de horizontes abiertos, titulado “Mi Tierra”, un poema referido a la belleza del departamento del Magdalena y a la exuberancia de sus paisajes, en cuyos versos finales se percibe la chispa levantisca, porque en la pluma de Lucía también esa tierra es: madre que parió la estirpe guerrera/ y trajo luz de genes ancestrales”.

Ese clamor por la justicia y la libertad crece y se manifiesta en “Almas blancas”, un poema de combate, que lanza el fuego del espíritu contra el racismo y todos los que piensan en las superioridades biológicas entre los seres humanos para poner en desventaja a un considerable número de nuestros hermanos. Así crearon los racistas el desprecio racial y buscaron que la palabra negro se convirtiera en una injuria y una ofensa. Contra esa locura ideológica, Lucía se rebela, adopta un bebé negro de tres días de nacido y lo siembra en el corazón de una familia de ancestros italianos donde el niño crece rodeado del amor de sus hermanitos blancos. El niño desarrolla sus talentos y se hace un gran médico que se la juega toda para salvar vidas y entregarse con amor a sus semejantes. Después de estos hechos, su madre, la poeta Lucía Armella, salta a la palestra literaria contra el mito de la “sangre azul”, y dice:

“Hoy le escribo a mis hijos blancos,/ hijos que tienen blancas sus almas,/ que no las mezclaron de azul,/ falsa estirpe de mala entraña”. 

Ahí mismo la poeta levanta su voz como un timbre de gloria y clama con amor propio: 

“Hoy le escribo a mi hijo negro,/ hijo que también tiene su alma blanca;/ que no la contaminó con la mezcla,/ roja sangre de una mala mama”.

En esos versos brilla el honor vindicativo de llamarse negro como forma de encontrar la identidad perdida ante los embates del racismo, que le dio a esa palabra un sentido impropio para ofender y crear una alienación identitaria y un problema sicológico individual y social en quienes no quieren llamarse negros, porque piensan que al cambiar las palabras van a calmar la furia de los racistas.  Lucía, en cambio, llega el meollo del asunto y señala poéticamente la inexistencia de las razas, cuando suelta versos para mostrarle al mundo sus hijos “con sus pieles de ébano y de nácar” y decir que todos son “hijos de Dios y su esencia diáfana”. Al llegar a este verso la poeta se torna implacable, y poseída por un espíritu libertario clama con vehemencia: “…Y si me tocase escoger de nuevo/, ¡Juro! Escogería en los mismos colores,/ y con sus mismas almas blancas”.

Con ese poema, Lucía le rompe las fauces al racismo y deja para la historia una admonición lírica contra la discriminación. De esta manera, el valor de la justicia se fue instalando en su corazón y se abre a una poesía de corte social. En esa búsqueda encontró la historia dolorosa de una niña campesina violada en el fragor de una guerra fratricida, que la puso en el camino de las drogas abominables, única válvula de escape que encontró para ahogar los recuerdos infantiles que la atormentaban al revivir el suplicio de sus padres violados y asesinados ante sus propios ojos. Esa niña se convirtió en días postreros en una indigente desplazada a quien la poetisa inmortalizó con un poema desgarrador titulado “Bazuquita”, cuyo telón de fondo es la miseria y la opresión sobre el más débil.

La poetisa expresa sentimientos de insumisión en poemas que pretenden sacar de su memoria la ancestral nostalgia. A propósito, “Nostalgia” es un poema autobiográfico que busca lavar la conciencia de manera iniciática para borrar viejos recuerdos, dejar el alma limpia y acariciar nuevas perspectivas.

El libro de Lucía Armella, titulado La garza en el espejo, es un compendio de poemas, donde cada pieza muestra su belleza, su consistencia interna y su fortaleza literaria. Son poemas de proyección anímica, de argumentos y consideraciones sicológicas, que expresan el dolor, la ternura, el amor y la religiosidad profunda de una mujer librepensadora y osada, que predicó sin restricciones, sin ambiciones ni codicias la doctrina de Jesús, en una selva de humedales y verdores que ella convirtió durante más de seis años en un gran templo a cielo abierto.

Su poesía es de factura tradicional, pero llena de ritmos y hermosas tonalidades. En este parecer, Lucía acoge el juicio de Jorge Luis Borges expresado en su libro El aprendizaje del escritor, donde se refiere al verso rimado y al verso libre, para afirmar que “No hay necesidad de preferir una forma y descartar la otra, de modo que se pueden conservar ambas”. Y luego agrega Borges: “…mi consejo a los poetas jóvenes es el de empezar por las formas clásicas del verso y sólo después de eso ensayar posibles innovaciones”.

Con ese concepto literario La garza en el espejo” abre sus alas y levanta el vuelo hacia un punto sideral de la hermosura. Su autora, Lucía Armella González, es uno de esos seres que dejan una estela luminosa en la memoria de la posteridad, porque revelan lo visible y lo invisible del ser a través de las heridas del alma, para tocar los sentimientos humanos y poner a la humanidad a mirarse en el espejo de sus propias veleidades.

José Morales Manchego

Barranquilla, enero del año 2021