La ética más elemental nos enseña que el deber del ser humano para con su semejante es amarlo y ampararlo en sus necesidades más apremiantes; darle lo que necesita, no lo que sobra, y mucho menos lo que no sirve. En ese sentido, en cualquier templo donde se reúnen los seres humanos "libres y de buenas costumbres" se imparten lecciones para reafirmar en la conciencia el deber de socorrer al prójimo o a la prójima, no sólo con la asistencia material, sino también espiritual, cuando ellos la necesiten y la requieran. De ahí se deduce que la vida del hombre misericordioso deberá ser un tributo permanente para el mejor estar de los desvalidos. Su altruismo y su espíritu humanitario mantendrán su inteligencia ocupada con los problemas de aquellos que viven en la inopia. Y en verdad así lo siente en su corazón. ¡Pero vaya contrariedad!, si al hallarse en la calle ese buen hombre comienza a vivir la más incómoda y angustiosa situación, al verse rodeado de mucha gente que pide le sea aliviada su desventura. Entonces se da cuenta, en medio de la turbamulta, que en la ciudad deambula un puñado de vivarachos, bien conformados física y mentalmente, que prefieren la dádiva a la conquista del dinero con el sudor de su frente. Son Individuos capaces de trabajar, que colman su aspiración mendigando una moneda. En ese sentido desarrollan sus capacidades para abordar a los transeúntes, a quienes llaman en forma astuta "amigo", "tío" o "patrón", como inicio de su ejercitada perorata. De esta manera, poco a poco va creciendo una sociedad plagada de parásitos que viven a costa de los demás, olvidándose que la limosna es para los lisiados y para los enfermos imposibilitados de ganarse el pan con sus propias fuerzas.
No obstante, todos sabemos que hay muchas personas discapacitadas viviendo en la indigencia, y que cualquier ser humano está expuesto a la penuria económica fortuita, causada por situaciones diversas, que pueden colocarlo en el umbral de las dificultades. En ambas circunstancias, la caridad es indispensable para que nuestro prójimo, por así decirlo, se restablezca y pueda sobrevivir en el cuadrilátero de las necesidades. Ante ese enigmático drama el misericordioso no sabe qué hacer. Le viene a la mente el dilema: ayudar o no ayudar. Piensa que pueden asaltarlo en su buena fe, o que pueden atracarlo y robarle sus pertenencias. En verdad, se vuelve temeroso para hacer el bien en un mundo en el que se mezclan, con los bíblicos mendigos, los pillos y los malandrines. Por esta razón, la caridad debe ser bien definida, con conocimiento de causa de su destinatario, sobre todo en sociedades en las cuales impera el deseo de adquirir bienes materiales por cualquier medio, comportamiento que ha ido conviniendo a la limosna en remedio que alimenta la propia enfermedad, en vez de curarla o aliviarla. Digo esto, porque para nadie es un secreto que las grandes ciudades de nuestra patria están repletas de seres humanos perdidos en el vicio y alejados del deseo de trabajar, que viven de limosnear. Y lo que es peor, utilizan a los niños y niñas en el mismo oficio, cuando estos inocentes deberían estar retozando en los parques o cultivando su inteligencia en planteles educativos. Por tanto, el Estado debe tomar medidas sobre el particular, entendiendo que la política debe ser el esfuerzo para mejorar el nivel económico y social de las personas, pero no sólo de las que están muy bien, sino principalmente de las que están muy mal. Al mismo tiempo es importante recalcar que la caridad debe hacerse con la debida prudencia, para que la limosna no se convierta en una prima pagada al vicio y a la pereza, en detrimento muchas veces de la nobleza del trabajo, que es la fuente de todas las virtudes, y por tanto, la fuerza específica sobre la cual se mantiene la sociedad.
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