Por JOSÉ MORALES MANCHEGO
Cuenta la leyenda que un día, en Abdera, ciudad natal del filósofo Demócrito, cayó del cielo una gran tortuga y mató a un hombre calvo que pasaba por la calle. Quienes lo auxiliaron vieron que a gran altura volaba un águila, la cual, según la tradición, era mensajera del dios Zeus. Por tal razón, muchos atribuyeron la muerte del pobre hombre al designio de la divinidad. En ese momento y sobre ese mismo acontecimiento se armó una gran polémica, en la cual el filósofo reflexionaba y argumentaba de la siguiente manera: las águilas se alimentan con carne de tortuga, y para sacarla de su caparazón, estrellan al animal contra las rocas o las peñas. En este caso, el águila tomó la reluciente calva del individuo por una roca y estrelló una tortuga contra ella, lo que significaba que en ese accidente no había nada de sobrenatural. Con esta forma de pensar, Demócrito estaba expresando una de las formas de interpretación de la realidad social, distinta al dirigismo divino, teoría ésta según la cual la historia está sujeta a la voluntad de la Divina Providencia.
Ese dirigismo divino hunde sus raíces en las primeras edades, cuando los pueblos primitivos y las altas culturas de la antigüedad, como los sumerios, babilonios y egipcios, tenían la creencia de que todo lo bueno o lo malo que les sucedía se debía a los dioses buenos o a los dioses malos. En tales circunstancias, las clases dominantes aprovecharon esa mentalidad colectiva para cimentar su predominio, naciendo así el rey sacerdote como fundamento de las monarquías teocráticas, en las cuales ponerse fuera de la voluntad del soberano también era colocarse fuera de la religión, lo cual constituía un delito y un pecado, haciéndose merecedor el infractor a una condena civil y a un castigo divino, que se traducía en una serie de desgracias. Esta concepción religiosa de la historia fue recogida por las escrituras israelitas, de donde fue tomada y reformada por las religiones cristianas y mahometanas. En tal sentido, la Biblia refleja a lo largo de sus páginas ese dirigismo divino que compromete inexorablemente el destino de la humanidad. Así vemos que, según el Antiguo Testamento, el pueblo escogido recibe toda la influencia de Dios para su desenvolvimiento ulterior. De la misma manera, en el Nuevo Testamento, y más exactamente, en la epístola a los Romanos, encontramos a San Pablo diciendo: "Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre si mismos la condenación" (Romanos XIII). San Agustín también aporta su granito de arena cuando afirma: "La historia es el pensamiento de Dios, desarrollado por los hombres". Pero el principal exponente de esta escuela histórica es el preceptor de Luís XIV, el obispo francés Juan Jacobo Benigno Bossuet (1627-1704), cuyas obras más célebres: La Política y el Discurso sobre la Historia Universal, están inspiradas en la idea del gobierno de la divina providencia. Bossuet asegura que "Dios es quien hace a los guerreros y conquistadores", como lo dijo en la Oración Fúnebre de Luis de Borbón, Príncipe de Condé, pronunciada en Notre Dame de París, el 10 de marzo de 1687. No se puede negar que el dirigismo divino introdujo un orden para la comprensión del proceso histórico. Pero si nos atenemos a esa concepción, el hombre por sí mismo no estaría en condiciones de hacer ningún cambio esencial en el mundo, debido a que Dios asigna a la historia su objetivo y asegura a los escogidos su protección. En otras palabras, el hombre seria incapaz de asumir alguna responsabilidad y su vida sobre la Tierra, carecería de sentido.
Podemos decir entonces, que la historia, con todas sus bondades, turbulencias, totalitarismos, rupturas e incertidumbres, es el resultado de las relaciones entre los seres humanos y no el producto de entidades sobrenaturales. Esto lo saben hasta los religiosos de estricta observancia. Por tanto, la comprensión de la historia tiene que partir del acerbo testimonial como base, sobre la cual se apoya la investigación histórica, la cual, mediante la metodología que nos proporciona el desarrollo científico, busca, en el más elevado dominio de la abstracción y la imaginación, la única y verdadera luz que puede guiarnos e iluminarnos en el camino hacia la verdad.
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