Por JOSÉ MORALES MANCHEGO
Cuando se habla del campesino, se nos viene a la memoria uno de los oficios más antiguos que registra la historia de la humanidad, como es la agricultura, invento que empezó a cambiar la relación del hombre con la naturaleza e hizo vibrar las tierras aluviales del Viejo Mundo mediante la mano laboriosa del labriego, poniéndole, desde ese entonces, las alas a la civilización. En efecto, los primeros agricultores pertenecieron a la cultura del neolítico; es decir, la edad en que la tecnología de punta, como dicen ahora, se fundamentaba en la piedra pulimentada. Con instrumentos de esa índole, el brazo del labrador cultivó los campos y fue dejando atrás la etapa en que la especie humana vivía sólo de la recolección de los frutos silvestres.
La agricultura sentó así las bases para las grandes civilizaciones que ocuparon los territorios de lo que hoy es Irak, Irán, Israel, Jordania, Siria, Turquía, Tailandia, India, Pakistán, Tracia, Tesalia, China, Egipto y Macedonia. En nuestra América, los indígenas también erigieron sus civilizaciones cimentadas en la agricultura y el concomitante manejo de las aguas, para arrancar sus frutos a la tierra, con sorprendentes sistemas de cultivos en terrazas y riego hidráulico, como los descubiertos en el Bajo San Jorge, que sirvieron para explotar los campos antes de la llegada de Cristóbal Colón. Pero la agricultura no sólo implicaba el trabajo de la tierra. Ella requería observación cuidadosa de las estaciones y exigía un sistema de división del tiempo. Entonces se inventó el calendario. Es de anotar que la utilización de las estrellas como guías, dio lugar al culto del Sol y demás cuerpos celestes que pueblan el firmamento, configurándose así la idea de la divinidad. En ese ir hacia delante en el trabajo del agro, el campesino, al transformar el paisaje, se inspiró con los silbidos del viento y la musicalidad de las aguas; se extasió con el dulce cantar de los pájaros y el aroma de las flores; y se hechizó con el colorido de la naturaleza encantada y el majestuoso esplendor del cielo en las noches de plenilunio.
Toda esa contemplación le proporcionó al hombre su refinamiento, llevándolo a niveles de humanización, que le permitieron el desarrollo del sentido estético para lograr las elaboraciones del arte y recrearse con la belleza de sus propias creaciones espirituales.
El campesino de hoy, el hombre que diariamente ve germinar la vida, sigue siendo pieza clave para la existencia de la humanidad. Su sitio está en las primeras filas de la artillería que combate el hambre y el desequilibrio ecológico, flagelos que tienen en peligro la continuidad de la vida sobre la Tierra.
El campesino colombiano, desde los remotos tiempos, ha vivido alegre, contento y chispeante en su medio, sin lujos ni refinamientos, contribuyendo a la producción material y espiritual de la cual gozamos. Lamentablemente, un aire enrarecido como el que rodea la actual vida rural colombiana, es poco estimulante para el desarrollo de la agricultura y de los proyectos ambientales que buscan el beneficio de la humanidad. Nuestro campesino, otrora en íntimo contacto con ese torbellino de cultura y de vida, sufre, y en grado sumo, las embestidas de la violencia, de la competencia del mercado y de la feroz acumulación de capitales ilícitos, perdiendo al mismo tiempo su tierra, su ternura y el sentido humano que le confiere su vivir cotidiano en medio de los paisajes bucólicos, ahora en pleno proceso de deterioro y descomposición.
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