domingo, 14 de junio de 2009

DIÀLOGOS POR LA PAZ




Por JOSÉ MORALES MACHEGO

El diálogo ha sido utilizado desde tiempos inmemoriales y en distintas modalidades. Como forma de expresión fi­losófica lo hallamos en Sócra­tes, Platón, San Agustín, Cice­rón, Galileo, Berkeley y Hume, para citar sólo a los pensadores que fluyen fácilmente a la memoria. Estos virtuosos del pensamiento, en algunas de sus exposicio­nes, presentan una conversación entre dos o más personas, que alternativamente mani­fiestan sus ideas o sus sentimientos. Otro tipo de diálogo es el que utilizan los narra­dores en las obras literarias, ya sean prosai­cas o poéticas, en las cuales se finge una plática o controversia entre dos o más perso­najes que dejan su impronta en el texto con su temperamento y su manera de ser indi­vidual.

Pero el diálogo que ocupa un amplio lugar en el pensamiento de nuestros contemporá­neos es el que tiene que ver con la comuni­cación en sentido existencia! y el llamado "problema del Otro". Este tipo de diálogo se define como la conversación que realizan las partes en conflicto con el fin de buscar una concertación, un convenio, una transac­ción, un simple armisticio o un verdadero tratado de paz.

En el marco de esa definición, el diálogo es el instrumento que nos dio la civilización para superar cualquier conflicto social. El diálogo implica entonces acercamiento, en­tendimiento, con el fin de buscar la tranquili­dad en medio de la turbulencia. De ahí que las personas escogidas para dialogar deben abandonar sus posiciones dogmáticas, evi­tar los epítetos hirientes y quitarle los explo­sivos a la conversación. Si uno de los dialo­gantes habla cañoneando, o se cree dueño y señor de una verdad inconcusa, no habrá diálogo, puesto que ese zoo humano lo que pretende es violentar el alma de su interlocu­tor.

En los diálogos por la paz los contertulios deben situarse al mismo nivel, sincronizándo los espíritus y los corazones, con el fin de complementarse mediante una dialéctica flexible, teniendo en cuenta que ellos repre­sentan la esperanza de una sociedad hastia­da de violencia, que está exigiendo el finiqui­to de la guerra. Por ello los dialogantes de­ben empezar por el respeto al otro, recono­ciendo sus méritos, que sin duda los tiene. ¡Ah! otra cosa importante, cuando se quiere superar un conflicto no se puede descartar unilateralmente ningún tema. Es impertinente decir: "Sobre ese punto no dialogaremos”. El verdadero dialogante estará interesado en resolver cualquier asunto de discordia que se ponga sobre la mesa de negociación. Por tanto, ambos se plantearan no sólo su propio problema, sino el problema del otro, sin tratar de menoscabarlo o de vilipendiarlo.

El especialista del diálogo, cuando habla, debe estar exento de toda posibilidad de he­rir. De lo contrario es mejor que calle. No olvidemos que el silencio también forma parte del diálogo. En estas circunstancias, si el dialogante logra el silencio, demuestra que tiene buen dominio de la mente y les habrá enseñado a muchos hablantines, que en ciertos momentos es indispensable callar, no solamente palabras, sino tam­bién los pensamientos qué no estén en armo­nía con las finalidades constituidas por esa aspiración tan elevada, como es la paz. En la mesa de diálogo deben evitarse todas aquellas emociones (irritación, impaciencia, angustia o temor) que perturban la claridad mental e impiden el florecimiento de los planes conciliatorios que se conciben en los momentos de serenidad y de placidez. En consecuencia, es un deber de los dialogantes mantenerse contentos, serenos y alegres en todo momento, en aras de la conciliación, de la amistad, de la fraternidad y de la buena correspondencia. Así tendremos verdaderos diálogos por la paz, que indudablemente producirán jugosos frutos para la transfor­mación social, distintos a los piques y canturreos, que se pierden en los laberintos de la intolerancia, sin poder pasar del cero absoluto en el termómetro de la historia.

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